Desde el primero de octubre vivo en un sitio distinto.
Dejé la Alameda de Osuna buscando otros aires. Casi he pasado toda la vida allí, pero no fue hasta hace poco que sentí que ya no pertenecía a ese sitio. El abandono de las armas de Le Punk, y alguna otra historia personal acabaron dejando vacío de contenido al lugar donde siempre me había encontrado en casa.
La Alameda se construyó para que fuese ocupada por unos miles de parejas jóvenes en los setenta. Un extrarradio tranquilo para criar churumbeles sin las preocupaciones de la gran ciudad, sin coches, sin ruidos, y con espacios libres de edificación, pues en aquella época casi estaba en mitad del campo. Los niños teníamos tierra virgen alrededor, espacios arbolados anárquicamente por la naturaleza, plagados de agujeros donde había arañas, escolopendras y todo tipo de bichos susceptibles de ser cazados y torturados sin piedad.
Nuestros padres pasaban sus horas de ocio al viejo estilo, sentados a la fresca de las noches de verano, tomando cañas en las terrazas antidiluvianas que brotaban en la puerta de cualquier bar, tranquilos porque sus hijos estaban a una voz de distancia, mientras ellos tiraban de aceituna en el vermut y anchoa en la patata. Salvo eso, un mercado, dos estancos y alguna farmacia, no había nada más. Todavía no se habían puesto de moda los centros comerciales. La gente parecía ser feliz con menos…
Inevitablemente los niños crecimos, y los mayores envejecieron.
Durante nuestra adolescencia apareció el espejismo del rock and roll en el barrio. Un puñado de pioneros rocanroleamos entre espinillas y alcohol en los noventa, Mientras nuestros viejos se apalancaban cada vez más en el sofá, alucinados ante la aparición de los nuevos canales de televisión y la oferta infinita de bazofia audiovisual, la música se extendió como una plaga por el barrio. La única vez que alguien contó el número bandas de rock (…fue un programa de televisión de esos que veían nuestros viejos….) salieron cuarenta y pico, en una población de veinticinco mil habitantes.
Inevitablemente los adolescentes maduraron, y el espejismo se disipó en parte.
Los mayores se jubilaron y empezaron a protestar por la existencia de las terrajas en las que ellos mismos habían hecho vida, así que se cerraron casi todas. Protestaron porque los niños, cada vez menos, jugaban a la pelota en el parque, así que convirtieron las plazas en jardines, oportunamente vallados. Siguieron envejeciendo, ya nos solo les molestaban las terrazas, se puede decir que todo lo que no fuesen farmacias y peluquerías (preferentemente de señora) les molestaba, o sea, les molesta.
Casi cada año que pasa el barrio es más difícil de reconocer para mí. Mis compañeros de generación, en su mayoría, han colgado los guantes, y todas las bandas de rock se disolvieron, dejando a unos cuantos inmaduros envenenados por la quimera de la musica, el resto llevan un vida normal, hablan de sus bebes y de sus coches, y de sus vacaciones, y sus bebes otra vez… supongo que es lo lógico…
Por otro lado, las cosas en el centro se están poniendo interesantes.
Los tiempos se revuelven y el aire resulta nuevo, no solo para los recién llegados como yo, todos parecen contagiados de una nueva esperanza.
Riadas de personas ocupan las calles de cuando en cuando, devolviendo a las plazas la razón para la que fueron creadas. La gente se reúne en la calle para hablar, y casi siempre, lo que sucede en la calle es más interesante que lo que ponen en la tele.
De mis nuevos vecinos se puede decir que harían en su mayoría que los jubilados alamedienses se cambiasen de acera. Es tan común escuchar hablar a alguien en berebere como en castellano, como en chino, o en hindú. Los dominicanos sacan las sillas a la acera con el sol, y sintonizan en sus pequeños transistores emisoras de merengue, y las fruterías exponen sus cajas de colorines en la calle, y los tajos de las carnicerías apuntan a la meca, y no hay bacalas, y los bichos raros son ellos…
y las tías no llevan pendientes de perla…
También hay vagabundos y putas, yonkis secos y sucios y un montón de formas de vida lamentable, pero me temo que real.
Mi casa está a diez minutos andando de cualquier parte, también de la frontera.
A diario la travieso en el autobús 53 para ir a la editorial a currar. Otra vez la ciudad cambia cuando entras en el barrio de Salamanca. El autobús se llena de señoras recién permanentadas de mirada fiera, ávidas de hacerte entender su deprecio, señores con gafas de sol de espejo y bigotillos de hormiga, y jovencitas imitadoras de Letizia Ortiz…
… aun así, lo más importante en este momento, es que el sábado cuando vuelva a casa después del concierto lo haré andando, con la guitarra en la mano, y no tendré que lamentar el hecho de haberme bebido de nuevo el dinero para el taxi.
22 de Octubre, 22 horas, San Dimas, Siroco